jueves, 13 de octubre de 2011

¡Que se joda Igor Méndez!

La imposibilidad de decir la verdad haciendo la más grande bola de nieve de mentiras, o, como a mí me gusta llamarlas: bromas. La forma de tornarse oscuro el verbo en el paladar que me imposibilita sentir como el resto de personas que me rodean, atacando sin piedad los aledaños de mi corazón, no me hace si no volverme más fuerte en mi locura y torturarme para rebuscar la más pura antiperfección del mundo humorístico: la mayor broma jamás gastada, un leve movimiento de manos que formen la imagen de un conejo, un conejo-cómico con poderes sobrenaturales, que, proyectada su sombra contra una pared gris, por fuerza, aterrorice de risa a todos y cada uno de los bobos espectadores. Espectadores asombrados por el comienzo de nuestra actuación-cómica, cuya primera meta y objetivo a cumplir han de ser el horror y pasmo de cada uno de los que hayan venido por voluntad propia. Y cagarnos y mearnos en cada uno de los que abra la boca, desde sus sillas y mesas y flores decorativas encima del mantel, ¡todo pasado de moda! ¡mearnos en todo! ¡mi guiñol! ¡mi muñeco, meándoles! Y la risa del primer intelectual que salga a rezar por cada uno de mís pecados, será la mejor de las confesiones, la que más alivie, la que quite cada uno de los estigmas o chistes que puedan quedar enquistados en lo más profundo de mi corazón y de mi semen, para así poder volver a ser impuro. Un idiota, un bastardo. Y acabar la actuación con un final coherente, y que me tiren rosas o champagne indhú.

Por fin estoy en el camino correcto, es obvio que desatenderé cada una de las llamadas a la cordura, dejándolas sonar hasta el último tono, tensando la cuerda hasta el peligroso final, como Andy, como Jesús, como cada uno de los filósofos que se dejaron barba para castigar a sus mujeres y sacrificaron su pene y su humor por gentileza. Por honradez. Por estupidez. Por tacheques.

Chino Bélez.

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